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Santa Fe, la meca del agua

Por Miguel Espinaco

     La inundación ha convertido a Santa Fe en una cita obligada a la que no han faltado todas las monstruosidades de la época que nos toca vivir ni los consabidos monstruos que las hacen posibles, pero a la que tampoco faltaron ciertos monstruitos de los que sí uno quiere hablar en una nota que habrá que escribir obligatoriamente a dos columnas.

De monstruos, monstruosidades y pasados

     Muchos vinieron, pero el primero que vino fue el pasado. Vino disfrazado de agua y se amontonó en la ciudad para sembrar la muerte, para llevarse a flote las fotos de familia y los muebles comprados en muchas cuotitas. En un solo chorro, a empujones de 3000 metros cúbicos por segundo, quedó dicho que el sistema - el capitalismo, el neoliberalismo, la economía social de mercado, el nombre que quiera ponerle a estos tiempos de ganancia fácil y miseria masiva - no está hecho para el hombre.

     Vino el pasado así, de golpe, el pasado hecho de barbarie acumulada, de empresarios subsidiados, de planes de ajuste, de déficits cero, de privatizadas multimillonarias y políticos corruptos y funcionales, de maquinarias políticas dedicadas al fraude masivo, al engaña pichanga para manterse siempre en el tapete, de consultoras que fabricaron montañas de papeles para responder a cambio de muchísimos dólares preguntas que nunca fueron hechas, de obras públicas pospuestas ad eternum y de subsidios a amigos resueltos en minutos, de primeros mundos con ciudades expuestas a la catástrofe.

     Y la monstruosidad de Santa Fe tiene un nombre y apellido que resalta, porque Carlos Alberto Reutemann fue gobernador de esta provincia ocho de los últimos doce años, porque los cuatro años que no estuvo manejó los hilos a través de su mayoría parlamentaria, porque hizo todo lo posible para ganar los galardones de los popes del mundo, de los que manejan el control remoto que fabrica alcahuetes a medida, porque eligió hacer buena letra con los dueños del mercado y dio subsidios, beneficios impositivos a gigantes como la General Motors, porque esa misma plata que entregó con mano abierta a sus amigos empresarios la negó a la hora de construir un pequeño terraplén que hubiera salvado tantas vidas, que hubiera evitado tantas muertes.

     Pero vinieron más y más. Para sumarse a este anegado tren fantasma vino el miedo, las fuerzas de seguridad de la mano de la ley de seguridad interior, el ejército, la gendarmería, sus helicópteros intimidatorios y las versiones que el miedo teje, el miedo funcional a la supervivencia de los mismos que crearon esta catástrofe evitable. Y entonces todos a creer que ellos, que no pudieron nada bueno a la hora de la crisis, son capaces de todo lo malo, de todo, hasta de lo increible, capaces de matar a mansalva en la zona liberada por el agua, capaces de esconder centenares de cadáveres con una impunidad desmesurada. Miedo funcional, miedo monstruoso, porque no tiene entidad, miedo a lo que no puede verse, miedo parálisis. Vino de visita, también claro, la barbarie, toda la que se amontonó durante las últimas décadas y se sintetizó en una gran ola de decadencia urbana con bandas de pobres que roban a pobres, con temor de pobres que festejan versiones de balas de gendarmes que matan a otros pobres.

     Y también Duhalde, que vino a decir que iba a mandar baldes de plata a este gobierno que tiene "una excelente administración", que vino a callar que esa administración excelente no previó lo que era previsible, que vino a darle aire político a Reutemann, a prestarle la cara, pero que vino también a abrir el paraguas porque apenas pasados unos días nos íbamos a enterar de que Gualtieri - una empresa de construcción que muchos suponen testaferra de Duhalde - tenía mucho que ver en este enredo.

     Entre los monstruos no podía faltar, claro, la corrupción, el negocio de los punteros que hicieron de las suyas a tal punto que hasta el mismo Reutemann tuvo que salir a denunciarlos para no quedar pegado, los colchones desviados y escondidos para la campaña política de setiembre, la ayuda que quién sabe a qué depósitos fue a parar, el futuro negociado de la reconstrucción de lo que dejaron destruir, que ya hace frotar las manos a muchos que de esto saben mucho.

     Mientras tanto, bien desde ese pasado que nos trajo a este presente, casi como una burla, nos llegó de visita una promesa - la del Banco Mundial - que ahora nos va a prestar parte de la plata que antes se llevaron a montones, nos va a prestar parte de la plata que era nuestra, que remesamos y anotamos como servicios de la deuda, que no usamos por ejemplo para hacer el terraplén que hacía falta. Nos van a prestar esa plata para que arreglemos más o menos lo que la ausencia de ese terraplen provocó y para que después la devolvamos otra vez con intereses en esa especie de calesita interminable llamada deuda eterna, otra más de las monstruosas visitas de este mundo que no está hecho para el hombre.

De monstruitos y de futuros bien posibles

     Pero así como Santa Fe se convirtió en una meca para monstruos, en un punto de convergencia de las monstruosidades que nos trajeron hasta esto, en una lupa que concentró las miserias de estos tiempos, se transformó también en meca de monstruitos, en el camino obligado de esos tipos queribles y admirables que andan pensando y construyendo, dando una mano dónde se la piden, madurando un futuro que apenas entreven. Es increible pero las palabras tienen sus bemoles y decir un monstruito puede resultar una definición bien simpática, un diminutivo puede convertirse sin forzamientos en un opuesto irreductible al sustantivo que lo dio a luz, en su absoluta negación.

     Seguramente fueron muchos, pero como la televisión no suele mostrar estas gestas, yo apenas conocí un puñado de ésos hasta ayer desconocidos que deben haber aparecido de a montones (la tele me mostró apenas un reportaje a un médico del Garraham que me pareció uno de ellos, pero vaya a saber uno, un reportaje pasa demasiado pronto).

     Puedo hablar sí, con conocimiento de causa, de la gente de la asamblea de Ramos Mejía, de Carlos, de María, de Hugo, de ellos que tuvieron que sufrir el trance del tren detenido en Retiro y comerse la bronca ante las maniobras porque el poder pretendía evitar que llegaran, de ellos que tuvieron que participar en la movida de la descarga y la carga de camiones a las apuradas y que lo mismo llegaron a Santa Fe con una sonrisa y con ganas de apretones de manos, con ganas de laburar a las apuradas para descargar las cosas de la asamblea y cargarlas en autos para que llegaran a donde les habían dicho que tenían que llegar. Y hablar de ellos es hablar de cómo se conectaron enseguida con la gente, de cómo resolvían las diferencias entre bromas y seriedades porque Carlos estaba obsesionado en que las cosas que ellos habían traido para tal escuela (con cartitas y todo) llegaran a esa escuela y porque María, con algo más de pragmatismo, insistía en que era imposible ser estricto porque el camión se tenía que ir para otro lado y las cosas se habían mezclado azarozamente en el trasbordo. Y hablar de ellos es también hablar de Hugo filmando todo lo filmable para mostrarles a sus compañeros de asamblea qué era realmente lo que acá estaba pasando.

     Son gente rara estos monstruitos, queribles y admirables como Sebastián, un periodista de aquellos, que a los pocos días de estar en Santa Fe lo conocía más que muchos que lo vivimos y lo sufrimos hace tiempo, que se metía con la cámara en cualquier parte, que pensaba y opinaba y escribía a cada rato para que todos tuvieran al instante otra versión de los hechos, otra mirada que no fuera la tramposa neutralidad de los Santo Biasatti, que no fuera la de de todos ésos que buscan y rebuscan la forma de que la información no signifique absolutamente nada.

     Puedo hablar también de la gente de la asamblea de Villa Bosch, de Hernán, de Romina, de Adrián, de Oscar, que se vinieron en un auto para traer cosas y que fueron a Santa Rosa de Lima y escucharon y dijeron sus cosas, que estaban sorprendidos de que en esos barrios la gente no puteara a Reutemann, que estaban preocupados por la necesidad de la autoorganización y que fueron capaces de enroscarse en un apasionante debate de sobremesa sobre si había o no que bajar línea, sobre las formas de opinar, de buscar el modo de terciar en los futuros probables, sobre la necesidad de hacerse parte de la historia.

     Yo conocí a apenas un puñado y es posible que hayan sido muchos y, así y todo, puede ser que no sean todavía suficientes, puede ser que todavía tengan demasiadas preguntas que no fueron respondidas y puede ser que haya todavía muchas más que ni siquiera han sido formuladas. Pero están ahí pensando, construyendo, aceptando el desafío, imaginando un futuro en el que el hombre sea más importante que las cosas, un futuro en el que - por ejemplo - un terraplén que salva vidas tenga mucha más importancia que los dólares que cuesta levantarlo.

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