Teogonía del semáforo
Por Seguro Silva
Y el semáforo habló y dijo: hágase la luz y la luz se hizo. Y fue amarilla de precaución. Pero los hombres no entendieron y apretaron aún más el acelerador. Los autos cruzaban las intersecciones con un hálito de muerte y los cadáveres y las máquinas se acumularon en las esquinas.
El semáforo con su voz de demiurgo volvió a hablar y dijo: hágase la luz, pero otra, y la luz se hizo y fue roja y los hombres fueron condenados a la quietud. La prohibición más absolutamente roja fue reina y señora y ya nadie pudo usar sus vehículos para trasladarse. La economía volvió a sus comienzos, la mitad de los mortales recuperó la antigua felicidad y la camaradería que producen a veces las largas caminatas. La otra mitad quedó resentida y crearon otros ídolos que tronaban con voces de motores a explosión acompañadas con músicas monocordes de bielas y pistones y la guerra fue inevitable. Los cuerpos mutilados se multiplicaban geométricamente y el odio fue aún peor que el caos.
El semáforo, contertulio de sí mismo, se dijo: debo hacer algo y algo hizo. Volvió a hablar y dijo: hágase la luz por vez tercera y la luz se hizo y fue verde y la paz volvió a la tierra, las tres luces trabajaron juntas y sincronizadas y el semáforo apartó el desorden con la suavidad y la firmeza de un dios decidido, piadoso e inflexible.
Pero al hombre, presa del tiempo y de sí mismo, esperar se le hizo eterno. Quienes conducían sus vehículos amenazaban con trompas llenas de vértices a quienes cruzaban las calles, los peatones reaccionaron y enfrentaron a sus pares motorizados y estos los aplastaron y siguieron su camino con rugidos de caños de escape y la sangre fue más roja que la luz de stop. La muerte trajo la división y la división el caos.
El semáforo habló nuevamente y dijo con toda la potencia de su voz: para ustedes, hombres necios, las tres luces no fueron suficientes, rechazaron la urbanización inteligente, y casi gritando dijo: háganse los inspectores de tránsito y una nueva especie de hombres fue creada. Talonario en mano ocuparon cada cruce de calles e hicieron respetar el semáforo a fuerza de multas, pero los hombres no las pagaban y los inspectores que también eran hombres, agilizaban los trámites, cobraban ellos mismos a los infractores y se guardaban el dinero. El semáforo entonces, se vio obligado a crear tribunales de faltas y tribunales de justicia y luego tuvo que crear jueces y abogados y legisladores y después se cansó. Su espíritu, su esencia de semáforo, abandonó su cuerpo y se fue en busca de otro mundo con seres más maleables. El cuerpo del semáforo se quedó entre nosotros con sus ojos ciegos sin párpados, como un símbolo ignorado del orden. El hombre fue abandonado a su suerte y así seguimos acorralados ahora por nuestras propias creaciones: democracias y fondos monetarios, indecs, políticos y policías.
Libertad a Seguro
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