El arbolito

por Miguel Espinaco

Resulta que a mi hijo se le ocurrió reprocharme que su amigo tiene y que él no tiene arbolito de navidad por culpa mía y yo, que soy tan culposo, apenas atiné a contestarle que su amigo tiene arbolito de navidad por culpa de quién.

Ya entiendo que el argumento resulta un poco escuálido, que el papá del amigo le compró el arbolito sin preguntarle nada, que le impuso el arbolito como costumbre de estas épocas sin consultarlo con el niño porque es-lo-que-se-hace y que a mi no me cabe el simétrico derecho porque no, porque ocurre que yo soy el raro y entonces sobre mí recae toda la pesada carga de la prueba.

No vale la pena que yo pregunte y repregunte por qué sí al arbolito: el que tiene que explicar soy yo, el que tiene que justificar el por qué no es el que suscribe, el que tiene que desplegar las pruebas lógicas y desarrollar los argumentos impecables soy yo, a la defensa del arbolito le alcanza con un gesto y con un sencillo movimiento de los hombros, la historia la justifica, el índice admonitorio de vivos y de muertos le da el aval y le anticipa la sentencia favorable.

Con los símbolos navideños pasa lo mismo que con dios: si uno no se lo cree está condenado a probar que no existe aunque nadie nunca haya traído antes pruebas para afirmarlo y la cosa sonaría bien extraña si no fuera porque el famoso sentido común la legitima, sonaría como la descabellada exigencia de ir a tribunales cada día a probarle al señor juez que no hemos cometido ningún crimen.

Entonces es así, no hay otra: es ponerse a justificar con complejas y sofisticadas justificaciones por qué no al arbolito o es ir y comprarlo y sanseacabó, decir bueno, ésta me la banco y preguntarse enseguida cual será el límite, hasta donde estaremos condenados a repetir porque repetir es parecerse y parecerse el lo más fácil, es como ese instinto animal de mimetizarse para que no te coman los depredadores, que hay tantos, es como el reflejo humano de querer ser contado como parte del rebaño, anotado en la lista, reconocido como parte.

Antes la navidad era el niño dios, después papá Noel le ganó por goleada y lo mandó al archivo de las historias que apenas recuerdan los abuelos. Cuando era el niño dios la cosa olía todavía un poco a iglesia, le quedaban reminiscencias de la celebración del nacimiento de la parte humana del dios tridimensional del mito cristiano, ese que hizo el mundo y le pasó lo que a los gallegos con el bidet, que quisieron hacer una ducha y les salió para el culo.

Después la navidad cambió de religión y apareció el misterioso espíritu navideño que tiene algo que ver con el corazón que queda en el hombre occidental detrás de la coraza que este mundo de lobos y de ovejas le obliga a construirse, un mundo de señores Scrooge, no tan exagerados pero igual de patéticos, que andan todo el año alejados de su humanidad, matando y muriendo por un puñado de dólares, gente que para la navidad se vuelve milagrosamente de revés y entonces, aparece lo que son en el fondo de sus almas buenas, de su humanidad latente, toda una metáfora que podría resultar una crítica furiosa al capitalismo si no fuera más que la excusa para mandar a todos a llenar los Wall Marts del mundo, en la búsqueda apasionada e insensata de montañas de regalitos.

Y de arbolitos, claro está, también de arbolitos como los que mi hijo me reprocha que no le compro, de arbolitos que ni siquiera tienen que ver con la navidad, que son la herencia de una tradición pagana de los germanos que creían que un árbol gigantesco sostenía el mundo y que en sus ramas estaban agarradas las estrellas, la luna y el sol.

No se cómo voy a explicarle todo esto a mi hijo, a lo mejor le digo nomás esto de estos campesinos alemanes para que le sirva como metáfora, como botón de muestra de que somos candidatos a creernos cualquier cuento y de que mejor pensar dos veces.


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