El Mango del Hacha

Yuri y yo

por Luciano Alonso

Disculpas, mil disculpas por el tono excesivamente personal de este escrito. Probablemente no resulte molesto en una época en la cual los locutores se ponen a charlar sobre si usan camiseta estilo Aníbal (el namber-uan) o si por el contrario prefieren la frisa, en vez de decirles a los sufridos oyentes de radio qué temperatura hace, pero yo tengo aún un resabio de culpa cuando me miro el ombligo. En tiempos de egocentrismo absoluto nos hemos acostumbrado a que los periodistas actúen como si el público estuviera más interesado en ellos que en las noticias, a que los literatos no puedan escribir más como narradores omniscientes a riesgo de ser tachados de antigüedades ambulantes, a que los presentadores de televisión llenen minutos con comentarios sobre su peluquera y a que los sociólogos se estudien más a sí mismos que a la sociedad. Hasta los historiadores, que por definición se suponía que escribían sobre otra gente, han inventado la “egohistoria”. Y todo eso ya no es sentar posición propia (ni qué decir de hablar por un grupo) sino demostración de la incapacidad lisa y llana de admitir que hay cosas más importantes que uno mismo (o que en realidad tu opinión personal no vale más que la de tus congéneres).

Pero el asunto es que no puedo escribir sobre Yuri Gagarin y los cincuenta años de la primera salida de un ser humano fuera del planeta Tierra sin hacerlo en primerísima primera persona. Es que Yuri ha sido parte de mi vida. Yo ni siquiera había nacido cuando voló para mirar desde afuera este pedazo de piedra y agua que bautizó “planeta azul”, pero mi padre se encargó de hablarme de él y en casa lo recordaban libros e imágenes. Gagarin era su héroe y él me cantó su saga.

Mi viejo habrá tenido unos cuantos héroes en su panteón interior durante una larga vida. Aunque inconfesable, soterrado e incluso negado en distintos momentos, habría que incluir sin dudas Yosif Stalin. Casi obvio Sarmiento, visto como portador de una idea de progreso y como un educador lleno de sentido común (frente a una educación que por lo común dejaba de tener sentido), al mismo tiempo que criticado por su largamente construida estrechez de clase y contrapuesto a Moreno, Monteagudo o incluso Alberdi. También Fidel Castro, a quien no quiso ir a escuchar a Buenos Aires o Córdoba, quizás pensando que ya era muy tarde en la historia y en sus propias vidas. Más que el Che Guevara, seguro, que tendría valor pero que le parecía de tendencia aventurera y con mucha menor capacidad de organización y cálculo. Otros menos famosos como Daniel Hopen, detenido-desaparecido el 17 de agosto de 1976, y dos chilenos de los más grandes como fueron Violeta Parra y Pablo Neruda.

Sea como fuere, Gagarin se llevaba las palmas. De todos y cada uno de sus “grandes hombres” (muy en masculino) tenía algo que criticar. Personas como Neruda, Parra y Hopen no merecieron jamás comentarios adversos, pero a pesar del cariño y del conocimiento personal de dos de ellos no tenían el aura que rodeaba al cosmonauta soviético. Y es que Yuri tenía demasiados puntos a su favor como para empardarle la mano: era apuesto, simpático, bromista y sumamente ingenioso; representaba los más altos logros científicos de un estado plurinacional y al mismo tiempo era la encarnación del pueblo ruso tomando sol sobre una manta en medio del campo; era hijo de un carpintero y de una campesina, le gustaba leer y fue buen estudiante; murió joven, antes que su hazaña fuera opacada por la llegada de los norteamericanos a la Luna, y en su ley: un accidente de aviación mientras probaba un cazabombardero. Estaba más allá de las bajezas de la política, de los errores del cálculo táctico o estratégico y de los encuentros cara a cara en los cuales nos vemos los poros y los vellos.

Yuri Alekseyevich Gagarin despegó con el cohete Vostok-8K72K del centro espacial de Baikonur (hoy ubicado en Kazajstán tras la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, aunque controlado por la Federación Rusa), en la mañana del 12 de abril de 1961. Un rato después –es decir, luego de 108 minutos de vuelo con peripecias de todo tipo– descendió en paracaídas en un campo del distrito de Saratov, cerca del río Volga. En estos últimos días hubo miles de notas periodísticas e intervenciones en la Web con motivo de los cincuenta años del acontecimiento, que me eximen de copiar vilmente la información recopilada por otros. Por supuesto, los recordatorios razonables se entremezclan con la bobería y el oportunismo. Y entonces tenemos a periódicos “serios” haciéndose eco de la bola imprecisa de Pravda durante el reino del neoliberalismo ruso de los años noventa en el sentido de que hubo otros cosmonautas anteriores que no sobrevivieron (un viejo cuento norteamericano sin el menor asidero) o de la historia según la cual le dieron una pistola a Gagarin “por si acaso” (como si un piloto militar entrenado a ese nivel no supiera que iba a arriesgar la vida y que podía terminar como morcilla en el asador). Los hay por cierto infinitamente más recomendables, como los del diario Público (éste y éste), el excelente informe de La Pizarra de Yuri (acá) y una breve selección de fotos por Pujol (acá).

No hay que ser muy astuto para ver que los logros soviéticos en la materia se produjeron en función de la “carrera espacial” con los Estados Unidos de América. Es más: el adelanto de la URSS en esa carrera –primer país en poner en órbita un satélite, un animal y un ser humano, así como de realizar una caminata espacial– está directamente vinculado con el desarrollo de misiles balísticos intercontinentales. El cerco norteamericano a la URSS motivó el desarrollo de una nueva generación de proyectiles autopropulsados. Con bases aéreas yanquis ubicadas desde Alemania Federal y Turquía hasta Japón, la Unión Soviética no tenía más alternativa para lograr un “equilibrio del terror nuclear” que producir cohetes lo suficientemente potentes como para elevarse hacia el espacio y caer luego a miles de kilómetros de distancia. Obviamente, eso se mezcló también con cuestiones de propaganda política, prestigio estatal-nacional e intereses científicos (espero que no en ese orden de importancia).

Todo eso, con ser absolutamente correcto, no opaca la hazaña de Gagarin y de los miles de científicos, ingenieros, obreros y administradores que se empeñaron en esa carrera en ambos bandos. A la distancia el vuelo de Yuri parece increíblemente más trascendente y heroico, no sólo por la precariedad de los medios empleados en comparación con los hoy disponibles (o incluso del Apolo 13) sino sobre todo por la ausencia actual de programas espaciales consistentes y continuados. Ningún país tiene hoy una perspectiva a mediano y largo plazo y parece que la humanidad hubiera olvidado el espacio, como no fuera para observar el universo con instrumentos de medición cada vez más potentes o considerar la órbita terrestre como lugar de instalación de sofisticados instrumentos de espionaje. No quiero ser despreciativo ni obtuso: hay montones de personas trabajando en ese campo. Lo que sucede es que el porcentaje del PIB de las grandes potencias dedicado a esas cuestiones es mínimo; como contrapartida, pensemos que el programa norteamericano Apolo usó para llevar un par de tipos a la luna la quinta parte de los gastos estadounidenses de la guerra de Vietnam. Tal vez hay un momento de agotamiento y no se sabe muy bien por dónde seguir (ver acá).

O podría ser que la situación no sea tal, que no se haya perdido el aura de heroicidad a pesar de que los rusos vendan boletos al espacio como quien ofrece entradas para un tren fantasma (aunque a unas cuantas decenas de millones de dólares más) y que los yanquis nos sorprendan con una misión a Marte cuando menos lo esperemos. Pero todo eso no me toca para nada como el recordatorio presente. Es que podría decirse que yo nací bajo la advocación de Yuri Gagarin. El cosmonauta soviético era parte de una época que hablaba de instaurar el socialismo (cualquier socialismo, pero socialismo en serio y no uno de idearios liberales). Él mismo era la viva imagen del progreso social, de la aventura científica, de la humanidad reconciliada consigo misma. Gagarin orbitando su planeta azul era la promesa de un mundo para todos y no para los de siempre. Él era el fututo y por eso mi padre lo amaba. Cómo no recordarlo pese a todo lo que pasó luego y a todos los que preferirían callarlo.

En realidad la cosa hacía rato que no era tan simple. La URSS ya no entusiasmaba a nadie y los intelectuales occidentales estaban buscando inspiración para un mundo gastado en las novedades de China, Argelia y luego Vietnam o Cuba. Novedades terribles y contradictorias, por supuesto, pero portadoras de un entusiasmo, de una preocupación por los pueblos y de un intento de construir algo mejor absolutamente ausentes de muchos críticos actuales totalmente cínicos, capaces de vender su talento para cantar las bondades de la crema de afeitar si por caso se les pagara más que por publicitar las ideas liberal-conservadoras. Tocado por la época, las peripecias personales y los cambios de rumbo, mi viejo se alejó de su militancia comunista, se mantuvo aparte como un compañero de ruta siempre solidario y colgó un banderín del Movimiento 26 de Julio que luego escondió bajo el colchón de mi moisés en uno de los tantos allanamientos que sufrió.

Es extraño cómo se puede extrañar aquello de lo que somos extraños. Yo no viví la recepción de las noticias de ese vuelo y fui muy niño como para experimentar la visión de lo que algunos de esos héroes señalaban. Sólo por milagro de la interacción generacional puedo portar recuerdos de luchas que no fueron las mías. Apenas pude conocer un entusiasmo que ya en los años de 1970 era barrido por los fusilamientos, las torturas más brutales, los exilios y los encarcelamientos. En mi conocimiento de lo social, el vuelo de Gagarin se trasmutó en los vuelos de la muerte. Ya no habría socialismo, comunismo, anarquismo ni patrias liberadas, y ni siquiera estado de bienestar. Quedaron como lugares nunca construidos, siempre aplazados, socialmente olvidados. Al decir de un compañero, tengo memorias de otras memorias, y quisiera poder decir que eso no es todo lo que nos ha quedado.

 Hoy, eso que yace en el olvido o en la distorsión mediática no es sólo la idea de revolución o del poder popular, sino inclusive lo que hizo posible el viaje espacial de Gagarin, o sea la misma existencia de la Unión Soviética. No hace falta leer el panfletario “Libro Negro del Comunismo” (una perla del momento de triunfo neoliberal frecuentemente redescubierto por los articulistas de derechas, como aquí y aquí), para convenir en que el estalinismo fue por lo menos un régimen criminal y en que otras experiencias comunistas no merecieron ni siquiera ese nombre. No hace falta tampoco “equilibrar” esos juicios interesados con la especulación sobre los crímenes siempre continuados del sistema imperante como en “El Libro Negro del Capitalismo” (considerado controvertido por Wikipedia y falto de objetividad por Metapedia -¿y eso es una “enciclopedia alternativa”?). O enredarse en la actual discusión al interior de la izquierda argentina, por otra parte muy interesante, representada por las posiciones de Rolando Astarita y Esteban Mercatante respecto de qué fue la URSS (ver por ejemplo acá y acá ). A los efectos de la evaluación histórica de la experiencia soviética podríamos traer multitud de problemas a colación y con seguridad no podremos establecer un balance que dictamine apodícticamente que la URSS fue el infierno en la tierra o el paraíso proletario. Ni una ni otra cosa, pero notoriamente tampoco era la Rusia zarista.

Y ahí está el quid de Gagarin: ¿hubiera podido la Rusia zarista poner en órbita no digamos un ser humano, un mono o un perro, sino tan siquiera un estornudo del Zar o un suspiro de Anastasia? ¿Hubiera podido contener el avance alemán hacia el este, con o sin nazismo? O más básico, ¿hubiera podido la Rusia zarista ser un territorio en el que no hubiera gente que comiera basura? (Uia, ahora caigo que en estas tierras hay hoy en día gente que come basura, ¡¡y no hace falta el zarismo para semejante logro!!). Que un país que a pesar de su inmensidad nunca llegó a tener más que una sexta parte del PIB de los Estados Unidos le mojara la oreja a repetición, no tiene que ver simplemente con la megalomanía de Stalin, con el totalitarismo del partido o con la construcción de la burocracia como una nueva clase dominante. Tiene que ver esencialmente con el desarrollo planificado, la reinversión de los excedentes y el esfuerzo popular.

Cuando con justa razón se critican los vaivenes de la política económica soviética o cuando se hace casi mofa de la dramática situación actual de Cuba, se olvida cuáles eran las alternativas históricas que esos países tenían frente a sí. Sin el socialismo burocrático de Estado –una porquería, digamos, pero que fue lo que hubo– Cuba no sería como Nueva York, sino que sería como Haití o cuanto mucho como Honduras, con un par de hoteles y casinos más, claro. Vietnam no sería como Francia, sino como Indonesia o como Bangladesh. China no sería una potencia mundial sino que tal vez todavía estaría dividida entre señores de la guerra y con varios puertos manejados por potencias extranjeras. Y Rusia no sería más que una mezcla de cúpulas cristianas ortodoxas con fragmentación de estilo afgano.

Si, ya sé, me van a citar a Camboya o el Gulag. Y yo les voy a retrucar con la Alemania nazi, Timor oriental, Biafra y Ruanda y vaya a saber qué más. Y volveremos a discutir quién mató más, o quién sufrió más (algo para nada intrascendente), y vamos a volver a esquivar el quid de Yuri. Y esa no es la cuestión. La cuestión es que esas experiencias fracasaron estrepitosamente, pero que sus caídas o reconversiones no autorizan a pensar que: a) el capitalismo es social, ecológica o éticamente superior; b) lo mejor que pueden hacer los pueblos de los países periféricos y los pobres de los países centrales es laburar sin chistar y/o morirse de hambre, c) las alternativas al capitalismo –y la misma idea de revolución– deben ser desechadas a favor del consumo de martinis en un bar de la costanera.

Por todo eso no puedo escribir sobre Yuri Alekseyevich sin un altísimo grado de involucramiento personal. Porque su paseo espacial es más que una herencia o un recuerdo familiar. Es un ejemplo de la superación popular, es un hito en la siempre fallida pero constantemente anhelada tarea de hacer a la humanidad dueña de su propio destino. Lo lamento profundamente por los compañeros que quieren leer algo entretenido, pero no puedo sumarme a la parafernalia de imbecilidades que quisieron transformar el acontecimiento en una nota de color. Que me perdonen también los amanuenses de los intereses capitalistas –título complicado si los hay, pero que describe bien una profesión de mucho éxito– porque no puedo olvidar que en el lejano origen de ese vuelo hay una revolución plena de esperanzas, contradicciones y tragedias. Yo aprendí de mi padre a sentir admiración por Yuri, que era sentir admiración por un pueblo que había ofrendado millones de vidas en la lucha contra el zarismo, el imperialismo, el fascismo y –sobre todo– contra la ignorancia.

Bajo herencia de inventario, entonces, opto por destacar lo mejor de esa historia sin olvidar los elementos más terroríficos y deleznables. Operación necesaria para pensar que no es imposible construir caminos que recorrer colectivamente y objetivos sociales más allá de la supervivencia o el consumo. Ahora que –como diría Aute– soy algunas cicatrices más mayor, espero que la eterna juventud de Yuri Gagarin en esas fotos cincuentonas me salve de envejecer en el camino del conformismo, la resignación y la estupidez, cuando no de la traición.

Para que alguna vez podamos gritar “¡Allá vamos!” como Yuri lo hizo a las nueve horas y siete minutos de la mañana del 12 de abril de 1961, cuando en la absoluta soledad de la cápsula Vostok-1 fue parte de una de las empresas colectivas más importantes de la humanidad.


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