Copenhada

por Luciano Alonso

El “estado mundial” es ya probablemente una realidad, no como fantasía de un aparato totalitario centralizado sino como un conjunto de relaciones complejas y acuerdos, que funcionan como estructuras de regulación por encima de las regulaciones parciales de los estados nacionales. Las Naciones Unidas y una amplia serie de agencias internacionales de menor alcance intervienen en multitud de aspectos que van desde los conflictos bélicos hasta la cultura y la asistencia médica o alimentaria. La Organización Mundial de Comercio y los organismos de multilaterales de crédito (FMI, BM, etc.) cumplen funciones de regulación económica. Más difusamente, existe una estructura militar globalizada bajo la forma de un conglomerado de fuerzas armadas con liderazgo estadounidense, que representan a la OTAN, a la “comunidad internacional” o a cualquiera que se enganche en un conflicto puntual. Que esas agencias no puedan cumplir todos sus objetivos no quiere decir que de hecho no funcionen como estructuras de regulación de la dominación. Así como la policía bonaerense no puede controlar completamente Ciudad Oculta, la coalición liderada por los Estados Unidos no puede “pacificar” Afganistán, pero ni en uno ni en otro caso diríamos que no hay “estado”, salvo que creamos en la lectura formalista según la cual el estado es el reino del Derecho.

Donde se muestra la mayor incapacidad de regulación por parte de las agencias estatales –o incluso donde más claramente la falta de regulación es el modo de regular las relaciones a favor de las fuerzas impersonales del mercado–, es en temas relativos a la protección medioambiental. Los estados nacionales fracasan o en casos extremos no se preocupan por los daños que sufren tanto sus recursos naturales como sus mismas poblaciones, mientras que a nivel mundial no se alcanzan acuerdos mínimos para un problema que no es localizado sino estrictamente global. La decimoquinta Conferencia Internacional sobre el Cambio Climático celebrada en Copenhague del 7 al 18 de diciembre de 2009 fue un claro ejemplo de esa incapacidad de regulación, pese a las reiteradas advertencias acerca de los daños que las acciones económicas están produciendo a los ecosistemas y al equilibrio climático. Quizás nunca una cumbre al más alto nivel internacional suscitó tan grandes expectativas y terminó con un fracaso tan estrepitoso.

El encuentro de Copenhague fue organizado por la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, un ámbito de negociación integrado hoy por 193 países surgido de la “Cumbre de la Tierra” de 1992 en Río de Janeiro. La institucionalización de esa instancia internacional fue posible ante la constatación progresiva de que el cambio climático y el calentamiento global son inevitables –como parte de los ciclos a los que se ve sometido el planeta–, pero que se están acelerando dramáticamente por la acción humana. La proyección de las consecuencias de la elevación de las temperaturas medias es una de las tareas más difíciles de los investigadores, pero la rápida mutación del clima es una realidad inequívoca y más allá de cualquier duda científica. En ese contexto, la teoría del “efecto invernadero” vino a dar una explicación coherente del proceso al postular que el incremento de gases producidos por las actividades económicas era el principal responsable de los desequilibrios y del calentamiento global.

La Convención encaró conferencias anuales desde 1995 y dos años después aprobó el Protocolo de Kyoto, que definió vías de acción y metas de reducción de gases de efecto invernadero hasta 2012. El objetivo explícito de la conferencia de Copenhague era establecer un acuerdo que reemplazara al que se vence y en eso el fracaso fue absoluto. Pero en rigor no se trataría de un fallo inédito, ya que el mismo Protocolo de Kyoto a punto de caducar no tuvo una aplicación práctica. Ese acuerdo logrado en 1997 y recién suscripto por el número necesario de países en 2004 se orienta a reducir a nivel mundial las emisiones de seis gases que causan el calentamiento global (dióxido de carbono, metano, óxido nitroso y otros tres gases industriales fluorados), en un porcentaje no inferior al 5% de las emisiones de 1990. Esas metas deberían haberse alcanzado hacia 2008-2012 y es claro que de ninguna manera se llegará a ellas.

Unos 37 países industrializados habrían logrado disminuir sus emisiones, pero eso no incluye a los Estados Unidos, que suscribió el protocolo tardíamente sin ratificarlo en la etapa Clinton y luego lo rechazó bajo la presidencia de Bush. La concepción liberal-conservadora se opone a las disposiciones de Kyoto como algo incompatible con la libertad de mercado, pero a su vez la visión más cerrada del tercermundismo postula que éstas coartan las posibilidades de los países periféricos de industrializarse. Muy extrañamente, este último fue el argumento utilizado para negar el protocolo en 2001 por… George Bush.  En realidad, el tratado no obliga a cada país a reducir sus emisiones, sino que refiere a un porcentaje global. Por ejemplo, dentro de la Unión Europea, los países miembros acordaron que Alemania debe reducir en un 21% el índice de emisiones, pero que Portugal puede incrementarlo un 27%, porque las emisiones por habitante son muy diferentes. Por otro lado, el protocolo no exige bajar las emisiones de los países en desarrollo, aunque sí deben dar señas de un cambio en sus industrias hacia energías no convencionales.

La oposición de los Estados Unidos a Kyoto no está motivada sólo por consideraciones ideológicas y mucho menos por la preocupación por el avance industrial de los países periféricos. Con una economía deficitaria y problemas tanto domésticos como de inserción internacional, el centro hegemónico en decadencia no puede reconvertir su industria ni sus pautas de producción y consumo a tecnologías y estándares menos contaminantes, sin pagar un costo muy alto por ello. Por otra parte la apelación al desarrollo tercermundista como algo que se busca limitar con el tratado es entre cínica y poco informada. La punta de lanza del crecimiento y diversificación de la industria en los países emergentes es la inversión de capital proveniente de los países centrales vía compañías trasnacionales. Aunque los EEUU sean ampliamente deficitarios en términos de balanza de pagos y financiamiento estatal, las economías emergentes como las de China e India dependen a su vez de la inversión extranjera directa o de combinaciones de capitales extranjeros con emprendimientos locales. La cuestión no es tanto si los países centrales o los semiperiféricos emergentes consolidan o no su industria, sino en qué lugares se van a radicar las industrias instaladas por capitales globalizados que tratan de evitar los costos que implican las tecnologías “limpias” y de acrecentar su productividad y ganancias.

En ese contexto marcado por el fracaso previo de Kyoto, Copenhague se presentó como la posibilidad de llegar a un acuerdo vinculante que involucrara a las grandes potencias económicas y que especialmente incorporara a los EEUU y a China a los esfuerzos ya encarados por la Unión Europea y otros estados industrializados. La conferencia en sí fue un mega-evento espectacular, que incluyó la asistencia de diez mil delegados, dos semanas de sesiones en varios foros, la asistencia de jefes de estado del más alto nivel, manifestaciones callejeras de movimientos altermundistas y ecologistas que fueron reprimidas por la policía y dejaron un saldo de 250 detenidos, una ronda final de negociaciones ininterrumpidas de día y medio, presiones de cuanto lobby económico o político pudiera presentarse, y hasta un debate público entre el gobierno municipal de Copenhague y el sindicato de prostitutas acerca de las actividades a las que deberían abocarse los asistentes.

El resultado fue calamitoso. Las expectativas comenzaron a hundirse cuando quedó claro que no habría acuerdos sobre la emisión de gases, que China no aceptaría controles de las Naciones Unidas y que la política “progresista” de Barak Obama no iba a ser muy diferente de las mantenidas anteriormente por la diplomacia norteamericana. Como para no cerrar el evento en la nada total, una negociación de último momento entre los representantes de los Estados Unidos, China, la India, Brasil y Sudáfrica (que dejó claramente de lado a la Unión Europea y marcó por dónde pasa la industrialización actual), acordó una línea de asistencia financiera a los países más pobres para que encaren un desarrollo económico menos contaminante. La ayuda es de risa: los países ricos donarán 30.000 millones de dólares a los más pobres en los próximos tres años y, eventualmente, 100.000 millones de dólares para 2020. Si se tiene en cuenta que Brasil acaba de aportar 8.000 millones al FMI, o que la primera tanda de salvataje financiero a los bancos de los EEUU dispuesta por Obama fue de 700.000 millones (y a ella le siguieron otros varios aportes del Tesoro para sostener a las grandes empresas), la cifra de Copenhague se muestra como una nimiedad.

Peor aún es que no se hayan pactado recortes en la emisión de gases de efecto invernadero, que no se tomaran medidas para resguardar a las selvas tropicales en peligro, que no se decidiera sobre los desplazamientos de población obligados por el cambio climático (unos 20 millones de personas en 2008) o que la cláusula que establece que los países deben facilitar análisis y consultas internacionales para sus actividades de protección medioambiental no precise quién haría inspecciones independientes. El intento de evitar la palabra “fracaso” a toda costa se apreció en las intervenciones personales de los presidentes de Estados Unidos y Brasil, o en las optimistas opiniones del secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, frente a un acuerdo en el cual la ONU no cumple función alguna. A lo más que se llegó fue a una declaración en la cual “se tomó nota” del incremento de las temperaturas medias y se instó a los estados miembros a presentar el año venidero objetivos de reducción de gases para el 2020.

¿Por qué con tantos esfuerzos el resultado fue de una nulidad absoluta? Probablemente eso no pueda comprenderse si se piensa solamente en las posiciones relativas de los distintos países frente a la cuestión del desarrollo. Toda la discusión se vuelve absurda si no se refiere a los procesos concretos de las diversas áreas de la economía mundial y al funcionamiento del modo de producción capitalista a nivel mundial. En períodos históricos anteriores hubo impactos localizados de la acción humana de mucha importancia, que supusieron desertificaciones o alteraciones de las biotas en espacios concretos. Pero con el proceso de expansión mundial europeo comenzó lo que Emmanuel Le Roy Ladurie llamó la “unificación microbiana” y lo que Alfred Crosby identificó como un “imperialismo ecológico”, en el sentido de la expansión de las especies europeas por el globo. Con el desarrollo del capitalismo industrial, a esas alteraciones lógicas producidas por un mayor contacto entre los ecosistemas se sumaron la depredación a gran escala de los recursos naturales y procesos de contaminación acelerada.

Como lo marcó James O’Connor en “Marxismo ecológico” y otros textos, la relación con la naturaleza supone una “segunda contradicción” en el capitalismo. A la contradicción capital / trabajo cabría adicionar la que se da entre capital y medio ambiente. En principio la noción de un crecimiento constante del mercado que evita las crisis de sobreproducción supone la idea de un crecimiento perpetuo de la explotación de la naturaleza (algo imposible en un mundo finito como es el planeta tierra). Además, la búsqueda de menores costos de producción (y consecuentemente de mayores tasas y volúmenes globales de plusvalor) lleva a la externalización de costos y riesgos medioambientales, que son transferidos a regiones y poblaciones. A eso se suma la desruralización del mundo, no sólo por avance del modo de vida urbano, sino sobre todo por incorporación al mercado de fuerza de trabajo de masas campesinas que cobran salarios muy bajos hasta que incrementan sus estándares de consumo y se sindicalizan, momento en el cual el capital se relocaliza en otras regiones tratando de relanzar la tasa de apropiación de plusvalor.

Los costos medioambientales del desarrollo capitalista no son desconocidos por los actores políticos y económicos. Pero las agencias capitalistas se resisten a asumir los costos, lo que significaría disminuir los márgenes de ganancia, pagar los gastos de la reconversión industrial y poner en cuestión el proceso de acumulación. El ejemplo de Europa, con 300 años de contaminación desbocada que recién comenzó a ser contenida hacia la década de 1960, es paradigmático de la situación: en general el capital no se preocupa por el medio ambiente hasta que es obligado a hacerlo por poblaciones hartas de la lluvia ácida, el smog o la carencia de agua potable.

Hoy en los países capitalistas se plantea la cuestión medioambiental como un problema puramente técnico como si eso pudiera dar solución al problema. Se estudiaron hasta la fecha más de 200 mecanismos para reducir las emisiones de carbono, desde una mayor eficiencia de los automóviles hasta la energía nuclear, pasando por un mejor aislamiento en los edificios y una mejor administración forestal. Ninguna de estas acciones disminuye el crecimiento económico ni aumenta los costos de la energía, pero su aplicación es ilusoria en tanto no sea más rentable para los inversores que aquellas actividades que ya se están realizando. Asimismo, se piensa en las responsabilidades individuales con criterios claramente liberales, como si ellas bastaran para solucionar la cuestión.

Por el lado de los países menos desarrollados, la presentación del problema en los términos dilemáticos de “medio ambiente o pobreza” es en estos momentos un chantaje de las agencias favorables a la acumulación de capital. Es falaz la idea según la cual las medidas medioambientales trabarían a las industrias tercermundistas, ya que se consideran las diferencias nacionales, las industrializaciones periféricas son posibles gracias a los capitales del centro y en general no es posible ni deseable repetir el camino tecnológico de los países centrales sino saltar a otra etapa. Lo que las medidas medioambientales trabarían al establecer parámetros para los países periféricos, es la movilidad del capital que se radica en ellos en busca de costos de producción más bajos.

Y tanto para los países centrales como para los periféricos se plantea una cuestión sustancial: ¿es el modelo económico imperante el único posible y en suma el único deseable? Todo modo de producción es a su vez un modo de consumo, de cooperación y de vida. Las condiciones la de producción material, la reproducción biológica de la humanidad, la aparición constante de nuevas necesidades o deseos y las formas de la conciencia social son aspectos íntimamente vinculados, no como etapas sucesivas sino como partes indisolubles de la realidad que pueden distinguirse para un mejor análisis (véase a este respecto el clásico apartado sobre la historia de “La ideología alemana”, de Marx y Engels, quienes por otra parte no fueron conscientes de la segunda contradicción del capitalismo por más que identificaran la primera). Hay entonces una lógica que une la producción capitalista, la acumulación privada de los beneficios sociales, el consumo de masas con parámetros anti-ecológicos, el disfrute egoísta de recursos escasos y la eliminación de la biodiversidad en función de la mayor diversidad de los productos en venta. No sólo el mundo humano se empobrece frente al enriquecimiento del mundo de las mercancías, sino también el mundo natural.

Los estudios científicos de las tres últimas décadas han consolidado la idea de que es necesario reconvertir las actividades económicas a nivel global para atenuar el cambio climático. Pero, ¿se puede lograr esa reconversión sin una regulación mundial y manteniendo los parámetros capitalistas de desarrollo? Lo que la cumbre de Copenhague pone al descubierto es la incapacidad de los estados nacionales y de las formas complejas de estado mundial para definir claramente una vía de acción distinta de la imperante en el marco del capitalismo.

Criticando la idea de sostenibilidad o sustentabilidad aplicada al desarrollo capitalista, James O’Connor plantea que “Estamos en presencia de una lucha a escala mundial por determinar cómo serán definidos y utilizados el ‘desarrollo sostenible’ o el ‘capitalismo sostenible’ en el discurso sobre la riqueza de las naciones. Esto quiere decir que la ‘sostenibilidad’ es una cuestión ideológica y política, antes que un problema ecológico y económico. Una respuesta sistemática a la pregunta sobre la posibilidad de un capitalismo sostenible es: ‘no, a menos y hasta que el capital cambie su rostro de manera que pudieran tornarlo irreconocible para los banqueros, los gerentes de finanzas, los inversionistas de riesgo y los gerentes generales que se miran al espejo hoy’.” Sólo la acción concertada de agencias de regulación que traten de superar los límites del capitalismo podría dar una solución duradera a una cuestión que compromete el futuro de la humanidad. La cuestión es entonces no sólo qué podemos hacer hoy por el medio ambiente en función de nuestros consumos personales, sino además qué podríamos hacer por construir formas de regulación social distintas de las imperantes.


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