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Ana y el viejo Por Javier González Cuando el viejo comenzó a escupir las palabras, Ana estaba juntando leña. Ana no es la inocente pastorcita ni la leñadora de un cuentito infantil, y si estaba juntando leña no es porque estuviera a favor del tan mentado ahorro energético del gobierno y las petroleras sino porque no le quedaba otra. Cotidianamente y bien temprano, cuando todavía es noche cerrada y la humedad y el frío santafesinos se ensañan con sus huesos, Ana prepara el fuego. Cotidiano fuego de leña y ramitas que no sólo calienta un poco el rancho, sino que -por sobre todas las cosas- posibilita calentar agua en una gran olla. Agua que sirve para lavarse las caras, tomarse unos mates y hacer la leche para los pibes, "así no se van a la escuela con un "huequito" en el estómago". Cuando el viejo comenzó a escupir las palabras seguramente no pensó en Ana y su miseria cotidiana. De hecho -y esto me consta- el viejo ni la conoce. Es sólo una más entre cientos, miles o millones. De los hijos de Ana, diría el viejo, que no entiende porqué tienen siempre olor a humo y el guardapolvo arrugado. Pero si el viejo asomara el hocico en la "casita de material", vería los guardapolvos colgados de una silla, bien estirados, tensos entre el humo que impregna todo. Ana no tiene plancha, como no tiene cocina ni heladera, pero tiene la dignidad y la entereza de los que luchan día a día. Ana sabe que en esa lucha desigual se pierde más de lo que se gana. Y en esa lucha cotidiana Ana perdió hasta los dientes porqué -como la mayoría- no tiene trabajo fijo, obra social ni vacaciones pagas; porque el hospital es un inmenso conglomerado de miserias donde un puñado de médicos hace lo que puede y porque entre ir al odontólogo o comprarle la camiseta de Colón a su "negrito", Ana prefirió esto último. Cuando el viejo comenzó a escupir las palabras y una a una salían de su boca, seguramente pensaba en todas aquellas Anas que sobreviven la Argentina contradiciendo el sentido común. Sentido, que de tan común nos dice: ¿cómo es posible despilfarrar la poca guita que se tiene en comprar una camiseta de fútbol?, y para colmo la camiseta de un club que siempre promete y nunca gana una copa. Pero a la Ana esto le importa poco. Porque entre ver a su "negrito" dormir sonriente con la camiseta de Colón bajo la improvisada almohada hecha con retazos o pagar los impuestos, Ana prefiere ponerle un poquito de felicidad a la pobreza. Y así es la Ana. La Ana que sabe lo que es ser un "cabecita negra"; la Ana que sabe que si sus pibes estudian van a tener más posibilidades de escaparle a toda la mierda; la Ana que ya no cree en punteros políticos ni en el asistencialismo del estado; la Ana que corta calles y se hace piquetera cuando no queda otra; la Ana que no prefiere ni bomberos ni bombarderos, porque en definitiva son parte de lo mismo. Así es la Ana y esos son sus valores. Valores que cuando el viejo comienza a escupir las palabras y una a una salen de su boca, los confunde con el "barro moral de la Argentina". Y así está el viejo escupiendo por su boca de dientes cuidados, sentencias morales, enseñanzas que un nutrido grupo de varones y mujeres recoge emocionado, asintiendo con la cabeza a tan concienzudo análisis de la realidad argentina. "La Argentina está en ruinas -dice el viejo Monseñor- porque los argentinos son ladrones, fallutos y groseros". Y algo de razón tendrá porque cuando la radio da a conocer las palabras que escupió la boca del viejo, Ana -que en ese momento enciende el fuego que impregna de humo los guardapolvos de los pibes- dice para sí y con una sonrisa apenas esbozada: "¡que viejo pelotudo...!" ![]() Comentá esta nota |
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