La normalidad de los punteros por Miguel Espinaco 29 de abril, aniversario. Quienes sufrieron la inundación de cerca recuerdan aquellos días, los familiares a sus víctimas, los que insisten en culpar a la maldita naturaleza vuelven a hacerlo para intentar una vez más que todos olviden sus malditos negociados y su maldita impotencia asesina a la hora de los bifes y todos tienen algo que decir sobre la causa judicial que cada tanto muestra alguna novedad que aleja a Reutemann de los estrados y acerca a los noticieros la repetida música de la impunidad. Es bastante poco, casi nada, lo que se dice de las conclusiones políticas más generales que podrían sacarse de aquellos días, de la endeblez del famoso poder de las instituciones que justo cuando tuvo que ser útil para salvar a las víctimas, se dedicó a no existir. La insoportable levedad de las famosas instituciones La invasión del Salado a la ciudad de Santa Fe dejó un panorama alterado no sólo en lo geográfico, sino también en lo social. Las escuelas y las universidades - ocupadas por evacuados - no funcionaban como tales, los expulsados por el agua trataban de organizar su supervivencia en esa situación crítica, muchas familias de las zonas no afectadas veían también alteradas sus rutinas, sea porque albergaban parientes o amigos autoevacuados o porque algunos de sus miembros estaban volcados a las tareas de ayuda y muchos jóvenes se levantaban de madrugada no para ir a clase, sino para ayudar a descargar camiones o para realizar tareas rotativas en los centros. La organización institucional de los tiempos de normalidad había sido impactada por la crisis, la solemnidad burocrática de los cuerpos deliberativos y de la maquinaria estatal había sido reemplazada en buena medida por una caótica organización molecular que afrontaba tareas de muchísima complejidad, desde garantizar la alimentación a los centros, pasando por la cobertura sanitaria, hasta la preparación de listas para que las familias evacuadas que en el apuro habían perdido las pistas de sus parientes, se pudieran reencontrar. La absoluta ineficiencia del Estado para afrontar la espectacular situación de crisis había quedado al descubierto, la sociedad aparentemente contenida por ese Estado - supuestamente "de todos" - descubría en un abrir y cerrar de ojos que esa organización no le solucionaba sus problemas, que tenía que arreglárselas por las suyas, organizarse como le saliera, improvisar. Sea porque las catástrofes obligan a responder a cuestiones siempre inmediatas y no permiten a los actores pensar cuestiones estratégicas, sea por la propia inercia institucional que se acarrea con cierta naturalidad sobre los hombros, no se escucharon voces que propusieran reemplazar a ese Estado que no sólo tenía responsabilidades claras en haber dejado abiertas las puertas al río, sino que se mostraba inútil a la hora del salvataje. El propio gobierno - manifestación más visible de ese Estado - era señalado por muchos por ineficiente, por asesino y hasta por genocida, pero esos mismos sectores evitaban pedir su renuncia y ni se les pasaba por la cabeza proponer seriamente que había que echarlo a patadas. Esta contradicción produjo una situación en la cual el poder estatal era reemplazado pero no desplazado de su existencia simbólica, una especie de ocupación de facto de los espacios que el mismo poder no podía ocupar en la confusión que siguió a la catástrofe. Esa situación, obviamente, no podía prolongarse demasiado. Es interesante observar cómo, aunque la organización social horizontal había tomado las tareas de salvataje y sobrevivencia de los más de cien mil santafesinos desplazados, esa organización nunca tomó masivamente conciencia de sí. Los diputados, los senadores, los jueces, los responsable de los centros de abastecimiento, los directores de escuela, los poderes delegados en la organización vertical del Estado tal cual es, seguían funcionando en las formas, produciendo "ruidos" y fricciones en la práctica, es cierto, pero manteniendo su reconocimiento social. Es verdad que los medios de difusión, las organizaciones intermedias, la iglesia, los actores más adaptados al mundo institucional, ayudaron mucho para mantener esta ficción. Pero más allá de eso, vale tomar en cuenta la propia inercia institucional de la que hablaba antes - la costumbre - que sin duda opera en los mismos delegantes que sostienen el fetiche del poder aunque ese poder, en determinados momentos, se convierta claramente en un ídolo de barro. El imperio contraataca A pesar de esta contradicción, de ese estado de cosas que no parecía poner en juego su poder, los beneficiarios del Estado se preocuparon y mucho por volver al centro de la escena. Es que la situación no podía prolongarse demasiado al costo de que las conclusiones fueran evidentes: estas instituciones no nos sirven para nada, podemos hacerlo sin ellas y mejor. Esas conclusiones hubieran ser podido el motor que articulara un frente de reclamos entre evacuados y voluntarios, una organización que eventualmente, habría avanzado en reproches y en exigencias. Puede que esa sea la razón por la cual el operativo "retomar el control" se montó con tanta prisa. Quizás la primera movida fue la ejecutada por el Gobernador Reutemann, el eje político, la figura que permitió a la postre salvar al conjunto del gobierno. El mismo martes 29 al mediodía, Reutemann apareció frente al Hospital de Niños hombreando bolsas junto a la gente del barrio; su gesto podrá resultar plausible sólo al lector desprevenido que no sabe que Reutemann - a esa altura de los acontecimientos - ya sabía que el hospital era insalvable, ya había sido informado del mapa que mostraba la zona que se inundaría que incluía al novel hospital con alturas que excederían las endebles barricadas construidas con bolsas de arena. Su oportuna visita, entonces, sólo puede ser juzgada como una movida para salvar la ropa, para aparecer ante la opinión pública como un tipo común, para construir una imagen que sirviera de prólogo a su famoso "a mi nadie me avisó" con el que buscó deslindar su figura de cualquier responsabilidad que se le endilgara a su gobierno. Sin embargo, el operativo "retomar el control" tuvo otros condimentos mucho más elaborados que aquella respuesta intuitiva del Jefe Reutemann. El sostenido avance hacia la centralización férrea y vertical de la ayuda que venía desde otras ciudades y países y la aparición del ejército con funciones de distribución, las versiones repartidas en las calles para crear un clima de terror, los helicópteros sobrevolando los barrios inundados y dibujando un clima de guerra civil, el repetido sonsonete de la "vuelta a la normalidad" repetido hasta el cansancio a los habitantes de una ciudad extenuada, fueron marcando las tácticas que el gobierno - o mejor dicho los gobiernos, no estaría bien olvidarse de Duhalde - enarbolaron para recuperar el control de una situación que si bien no los cuestionaba en las formas, les erosionaba el poder en los hechos. El artículo 23 inciso C) autorizaba a usar las fuerzas de seguridad "en situación de desastre según los términos que norman la defensa civil" y el gobierno echó mano rápidamente de esa posibilidad que le abría la legislación. El control militar impuesto en la ciudad pintó velozmente de verde el paisaje santafesino. La intervención de las fuerzas armadas fue disfrazada, como casi siempre, bajo el remanido paraguas de la "seguridad", pero no fue más que una vergonzante maniobra preventiva para poner a Reutemann y a su séquito a salvo de los justos reproches y de las aún más justas exigencias con las que los amenazaba el día después. Unimogs, helicópteros con reflectores gigantescos, grupos antimotines, toques de queda, armas largas para disparar o para intimidar, empezaron a ser moneda corriente en las calles de Santa Fe. Es cierto que muchos vecinos estaban muy preocupados por el problema de los robos en los barrios inundados pero no hay que confundirse porque ¿para qué vinieron las fuerzas armadas a Santa Fe? ¿para cuidar al pueblo inundado o para cuidarse del pueblo inundado? En todo caso, está claro que el problema de los robos funcionó apenas como excusa para justificar un operativo de mucha mayor envergadura. Es por eso que uno de los objetivos del operativo militar fue que el de avanzar hacia la centralización de la totalidad de la asistencia a los evacuados, para tratar de subsumir bajo las ordenes marciales a la organización de voluntarios que se extendió por toda la ciudad. Ya el 9 de mayo, a 11 días de la entrada del agua, una nota del diario Rosario 12 informaba que los bomberos voluntarios habían decidido levantar su campamento de la ciudad inundada. El Jefe de Cuartel, Ricardo Miranda, se quejaba de que "el gobierno de la provincia militarizó todas las funciones. El Ejército se hizo cargo del racionamiento y distribución de víveres y ropa. Y estimo que también hará la parte de sanidad" y denunciaba sin pelos en la lengua que en los puestos en los que trabajaban con botes "comenzaron a aparecer políticos o punteros políticos o no sé quienes, pero que tenían casas o galpones abarrotados de mercadería. En el momento de distribuir no estaban y ahora llegaban con listas para entregar a tal o cual persona y nosotros no hacemos este tipo de cosas". Los centros de evacuación, que habían avanzado gracias al esfuerzo de miles de voluntarios, a cubrir las necesidades de los que habían perdido todo, eran progresivamente "recuperados" por las caras conocidas del gobierno, o su control institucionalizado a través de organizaciones como Cáritas. En una puja sorda pero extendida a toda la geografía de la ciudad, los funcionarios de los tiempos de normalidad, recuperaban las llaves de los depósitos y la potestad de decidir a gusto y piaccere, quién tenía y quién no tenía que recibir ayuda. En medio del forcejeo, muchos desconfiaban con razón de la ecuanimidad del Estado a la hora del reparto e intentaban formas alternativas para hacer llegar la ayuda de modo que realmente llegara. Las maestras se peleaban con las directoras más "legalistas", los médicos y las enfermeras que habían organizado la atención primaria de la salud en los centros de evacuación, tironeaban contra la ocupación del rutinario aparato de salud oficial, la ayuda independiente era obstaculizada, como en el caso del tren organizado por organizaciones barriales, estudiantiles, políticas y sindicales de Buenos Aires, que fue detenido en Retiro y que tuvo que discutir mucho para lograr llegar tarde y en camiones con la mercadería recolectada en muchos barrios, fábricas y escuelas de la capital del país. No es necesario agregar que, resultado de esta centralización oficial forzada, apareció la corrupción, bien vale mencionarla aunque ni siquiera haya sido lo más costoso en términos de ineficiencia. Gran parte de la ayuda, guardada en los galpones del puerto y en el Gada, se echó a perder irremediablemente, entreverada en una intrincada trama burocrática. Otro eje del operativo "retomar el control" tuvo que ver con las campañas de prensa y sicológicas. La vuelta a la normalidad se convirtió en una bandera agitada por todos los medios de difusión. En medio de una ciudad con olor a podrido, con casas y escuelas en condiciones inhabitables, se repetía el pregón de que los chicos tenían que volver a clase, los estudiantes a las universidades, los trabajadores a sus trabajos, los inundados a sus casas destruidas, la vida a lo cotidiano. Dicho de otro modo, había que esconder a las víctimas y sacar a los ciudadanos de las funciones públicas que habían asumido a expensas de las Instituciones. El esfuerzo aplicado para sacar a la gente de las calles, puede haber sido base de las campañas de terror desplegadas. Al toque de queda, a la prohibición de la presencia de civiles en los barrios inundados, se agregaban versiones que ponían los pelos de punta y que circulaban por la ciudad atemorizada. Así, se hablaba de muertos amontonados en los hospitales y en los frigoríficos, de matanzas en los barrios, de que no convenía salir cuando oscurecía. El ellos y el nosotros de los tiempos normales, que se había debilitado en el imaginario después de la convivencia forzada de inundados y voluntario, retornaba raudamente de la mano de estas versiones jamás confirmadas. Mientras tanto, para el Estado, los muertos por asfixia por inmersión, seguían siendo veintitrés. Después vendría el censo para que cada cual se fuera a su casita y no se le ocurriera juntarse con sus vecinos, las promesas de algo de plata para volver a empezar desde casi nada a estar un poco peor que antes, las volteretas de la justicia para esconder a los culpables, los debates nunca hechos, el cacareo de los políticos por la televisión hablando de reconstruir, las obras de millones que casi siempre dejan algún vuelto - como antes - la insistencia para que la inundación y sus preámbulos no fueran memoria, para que se quedara juntando telarañas en los libros de historia, paralizada como si fuera un mito, como si nunca hubiera sucedido, como si hubiera sido pura mala suerte. Lecciones de Abril Mal que nos pese, ésta, ésta de ahora, es la normalidad. El mismo viejo Estado controlando, repartiendo cajas de comida para tener votos cautivos, voluntades aplastadas por lo poco o por lo mucho que el dotor de turno pueda conseguirte, desde una caja de comida hasta un puestito en su Estado para zafar. Es cierto que de las catástrofes no pueden esperarse revoluciones, pero también es verdad que allí se ve lo mejor y se ve lo peor entonces, claro, puede aprenderse, pueden sacarse conclusiones. Y entonces, por un lado la solidaridad de los vecinos para sacar del agua - literalmente - a las víctimas, por el otro, las instituciones y el egoísmo y la mentira para salvar la ropa, aunque eso se traduzca en no evacuar a los que eran candidatos a ahogarse. De aquí, la organización a los ponchazos y sin recursos para solucionar los problemas, de allá, montañas de plata al servicio de continuarse como poder aunque en el camino queden los que sufren, queden los muertos, queden las secuelas, las pérdidas irreparables. Opiná sobre este tema |
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