Problemas de Constitución

por Enzo Vicentín

Los sucesos vividos ayer por la tarde en la estación de trenes de Constitución, en Buenos Aires, dan la oportunidad de hablar y discutir sobre la legitimidad y los alcances de la violencia popular. Un tema trillado si se quiere, si, pero de recurrente actualidad y de larga discusión. La violenta reacción de la gente de viaja a diario en los trenes de la empresa Metropolitano (ex línea Sarmiento) ante la suspensión del servicio también abre la posibilidad a plantear algunas preguntas que pocas veces se hacen, sobre temas que poco se tratan.

Lo primero que se le viene a la cabeza cuando ve lo que pasó ayer en imágenes propias de una película (el hall de la estación con luces que reflejaban el aire denso cargado de humo, agua en el piso, piedras, fogatas y una formación de infantería) son los sucesos de la estación de Haedo a fines del 2005, donde decenas o cientos de personas quemaron una formación de vagones y parte de la estación durante 4 o 5 horas de furia. También por reflejo (de izquierda) uno no puede más que solidarizarse al escuchar las nerviosas voces de los que a diario hacen uso del servicio concesionado al empresario carroñero Sergio Taselli (si, el mismo de los yacimientos de Río Turbio donde murieron 13 mineros en 2004). Si viajar "como vacas" en vagones que se llueven, a los que les faltan ventanas y puertas, en trenes que fallan, que demoran, en estaciones abarrotadas donde nadie de la empresa responde, si todo eso es de carácter cotidiano, entonces lo primero a decir es que lo extraño y lo excepcional no es ni lo de Haedo o lo de Constitución, sino que eso no pase más seguido.

Las condiciones en que viajan cientos de miles de personas día a día en los trenes de Buenos Aires constituyen, que duda cabe, una forma de violencia diaria y constante. Cuando ante esa realidad los pasajeros descargan su bronca atacando a boleterías, vagones, oficinas o policía, aparece el problema reflejado en el típico argumento: la gente sufre, pero la violencia en la protesta no está bien. Esto puede ser comparado con lo que pasa con los piquetes, cuando se dice que el reclamo es justo pero la metodología es equivocada. Aunque suene repetido y gastado, no hay que dejar de decirlo: antes de condenar al piquete habría que analizar por qué no hay otros medios que sean eficaces para encausar por mecanismos legales a la protesta social. Si en los sucesos de ayer podía escucharse a cada rato que los pasajeros que habían ido a la oficina de informes de la estación no tuvieron ninguna respuesta a su reclamo. ¿Acaso se puede pensar que la manera es elevarle una carta a la comisión reguladora de transporte? Pedirle eso a los que trabajan 8 o 9 horas y pierden 2 viajando es una desconsideración. Actualmente, la violencia no es la primera salida que tienen las protestas sociales espontáneas o no espontáneas, más bien es un recurso que aparece cuando el cansancio y la impotencia de haber probado estérilmente muchos otros recursos se convierten en bronca.

Acontecimientos como el de ayer también permiten preguntarse cosas que por naturalizadas están generalmente fuera de discusión. No es complicado entender que la ciudad de Buenos Aires es un producto histórico, en el sentido que su configuración actual remite a una historia marcada por procesos económicos y sociales por un lado, y a una sucesión de gestiones en el plano político. Tampoco es complicado entender que vivir en Buenos Aires es caótico en más de un aspecto, y el tránsito es uno bien identificable. No es demasiado difícil darse cuenta que el sistema de transportes en una ciudad como Buenos Aires es terriblemente irracional (sin por ello negar que así como está podría funcionar mucho mejor). Si son 5 millones o los que sean que entran cada día a trabajar a esa enorme ciudad, no puede ser que trenes con poca frecuencia y colectivos sean los vectores principales para trasladar a esa gigantesca masa humana. Y cuando se plantea esto, la respuesta generalmente es: ordenar el sistema es algo que demanda 10, 15 años, y ahora se necesitan soluciones a corto plazo (cualquier semejanza con temas como la inseguridad, la violencia en el fútbol, el ausentismo escolar, etc. no es pura coincidencia). El problema es que nunca se plantea ese proyecto, el Estado sigue emparchando constantemente sobre una estructura de transportes que no tiene futuro así como está. Desde ya que otra salida posible es esforzarse por hacer que no sean tantos los que tengan que entrar a la ciudad, pero ahí nos meteríamos en otra cuestión relacionada a la planificación económica y los circuitos del trabajo.

Paradójicamente, la estación de trenes donde ayer se dio una batalla campal entre policías y pasajeros lleva por nombre el del principal libro con que la burguesía liberal ordena el cuerpo legal de un país. Es profundamente molesto escuchar a quienes en nombre de la Constitución y del aparato legal del sistema condenan los hechos de violencia, a pesar de entender lo justificable del reclamo. Sería bueno preguntarle a quienes así piensan qué lectura hacen de los hechos de diciembre de 2001. Sería bueno preguntarle también que piensan del proceso de Independencia argentino, o de la Revolución francesa. Porque coherentemente como burgueses pueden reivindicar hechos profundamente violentos en los que participó la burguesía y condenar por lo tanto la violencia que se haga contra ella al ser clase dominante. Pero también contradictoriamente pueden llegar a reivindicar hechos profundamente violentos que en su momento fueron contra toda ley en nombre de la libertad, y sin embardo condenar hoy por ilegal a manifestaciones de trabajadores hartos de la violencia cotidiana. Creo que allí radica una contradicción en el pensamiento de muchos burgueses, en un pensamiento atrapado entre la violencia que le permitió surgir y la condena a la violencia ilegal en nuestros días.


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