La reacción y la violencia

por Enzo Vicentín

La última semana que atravesó Bolivia pasará, seguramente, a convertirse en un eslabón más del conflictivo proceso que viene abierto desde hace por lo menos 4 años cuando cayó el gobierno de Sánchez de Losada. En medio de gravísimos incidentes entre grupos movilizados de la ciudad de Sucre y la policía (que dejaron 3 muertos), la Asamblea Constituyente aprobó en general la nueva Carta Magna impulsada por el partido de Evo Morales. La rauda salida de los constituyentes oficialistas hacia Potosí los salvó de la furia de gran parte de los sucrenses, que durante el fin de semana "barrieron" a la Policía y la dejaron sin sedes ni vehículos, y a la ciudad sin ninguna autoridad. El motivo de semejante pueblada fue la aprobación de la nueva Constitución sin la presencia de la oposición de derecha, y sin considerar además la demanda de los sucrenses por la "capitalidad plena" -es decir, el pedido de que en Sucre se radiquen todos los poderes del Estado boliviano, y que no sigan divididos como hasta ahora entre La Paz (Ejecutivo y Legislativo) y Sucre (capital del país, Judicial y Electoral). El contraataque del Gobierno fue apoyarse en la movilización a La Paz de grupos campesinos indígenas para apoyar a Morales y presionar - y finalmente conseguir- la aprobación en el Senado de la llamada "Renta Dignidad".

La intención de esta nota no es repasar los hechos, particularmente los ocurridos en Sucre, que manifiestan niveles de confrontación y movilización urbana propios de un escenario de guerra civil. Hay muchas reflexiones que pueden desprenderse de lo que está pasando en el Altiplano. Está claro que la consigna "capitalidad plena" es un "caballo de troya" de los sectores políticos y sociales que se oponen al gobierno de Morales, y que ese reclamo provinciano es tan limitado como efectivo para crispar los ánimos de la clase media sucrense. El carácter de clase de la movilización sucrense es evidente: como ilustración, una nota de Clarín que describe el paro cívico que iniciaron ayer al menos seis provincias bolivianas (en oposición al Gobierno y a la nueva Constitución) habla de caravanas de camionetas 4x4 y de que "hay una elegancia particular entre las señoras y los hombres tienen sombreros Panamá de fina confección". Las posiciones políticas de la Unión Juvenil Cruceñista o del Comité Cívico de Santa Cruz mezclan racismo con posiciones claras de derecha. Por más de que las crónicas de varios medios hablen de las oposiciones "de piel" entre blancos opositores al gobierno e indígenas que lo apoyan, está claro que el enfrentamiento es de clase, y que particularmente en Bolivia el enfrentamiento entre clases se superpone con la división racial que atraviesa al país. Y la dimensión política que toma el conflicto aparece como reflejo de la movilización en las calles de las clases sociales.

Dentro de todas las ideas que podrían discutirse, esta nota quiere concentrarse en una en especial. Lo que pasa actualmente en Bolivia es, como dije, un nuevo capítulo de la confrontación social que vive el país, pero además se podría decir que es un nuevo capítulo de la resistencia que los sectores de la burguesía históricamente dirigente hacen al gobierno de Evo Morales. En alguna nota anterior este autor decía que el neoliberalismo corrió de tal manera el parámetro de la relación Estado-mercado que hoy cualquier gobierno que plantea retoques modestos a esa relación a favor del Estado es tildado de amenaza. La resistencia internacional a esos gobiernos es acompañada desde dentro por sectores burgueses que pierden posiciones y reaccionan moviendo hilos como los medios de comunicación. El punto interesante es que la resistencia interna en Bolivia muestra algo que a lo largo de la historia se ha cumplido casi sin excepciones: ninguna clase social dominante se va del poder sin oponer una fuerte resistencia al cambio. Cuando la resistencia de la clase (y de raza, en el caso boliviano) dominante adquiere caracteres de violencia abierta, eso pone en alerta y en cuestión al sujeto que se encuentra encabezando el proceso de cambio. Porque en el caso del MAS y de Evo Morales, su énfasis en hacer una revolución democrática se ve tensionado por los hechos en donde la clase que pierde posiciones recurre a las armas para oponerse. El reflejo de Morales de apoyarse en los movimientos sociales que lo vienen apoyando desde hace tiempo, acompañando la marcha hacia La Paz en exigencia de la Renta Dignidad, es un gesto positivo. Pero de ahí a estructurar una respuesta a la violencia de los burgueses de Santa Cruz de la Sierra o Sucre hay un largo trecho. Lo que sucede en Bolivia no sólo debe preocupar al MAS y a la clase trabajadora boliviana, sino también debe interpelar a quienes se proponen un proyecto político que vaya contra el capitalismo o (más modestamente) contra el neoliberalismo. Aunque la violencia no se proponga desde quien quiere encabezar el cambio, ésta termina apareciendo desde la clase dominante desalojada del poder. Y ante esto la cuestión de la violencia no puede resultarle ajena a quien se proponga cambiar.


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