El evangelio según Casey

por Alfonso Dies, el sabio

Génesis

El antropólogo británico I.L.Casey había dedicado su ciencia al estudio de nimiedades.

Hijo de un acaudalado representante de la Banca Morgan, Casey tuvo todo lo que el privilegio de su posición social pudo darle.

La carrera de antropología costeada en una de las más renombradas casas de estudio, fue llevada adelante con mucho desgano y desprecio por un I.L.Casey que veía en esto la cruel imposición paterna producto de la frustración y el acendrado espíritu positivista del inquieto banquero.

Una vez conseguido el diploma, Casey se vio prácticamente condenado a vivir hasta su último día una gris y aburrida cotidianeidad como empleado del Museo de Londres. Allí Casey pasaba sus días cambiando de lugar las viejas piedras traídas de Egipto, producto de la desmesurada rapiña del imperialismo inglés.

Fue consecuencia de la necesidad de matar el aburrimiento que Casey realizaría un colosal descubrimiento que a la postre le valdría ser condecorado por la reina y considerado miembro de honor de la Real Academia de Londres.

Ese ocasional descubrimiento fue comentado en detalle por el mismo Casey, en una autobiografía publicada con posterioridad a su muerte. En el libro se relata con notable agudeza una infancia colmada de abusos paternos y holgazanería.

Pero volviendo al tema que nos convoca, Casey relata de la siguiente manera el momento en que realizara uno de los más grandes descubrimientos de la historia:

"…el viejo Peter, el anciano vigilante del museo era un hombre de espantosas costumbres, indignas de un británico. Su repetida táctica de fingir momentáneos desvanecimientos para abrazarse a las gentiles señoras que solían visitar el museo, lo había puesto al borde de una nueva sanción disciplinaria que lo dejaría sin trabajo.

Peter era un anciano sucio, desprolijo, de 74 años, con el cual -y a pesar del desagrado que su presencia provocaba- habíamos trabado algo semejante a una amistad.

Una vez cerradas las puertas del museo, nos reuníamos en el gran Salón egipcio, a beber y a reflexionar sobre nuestras pobres vidas. Fue así como después de varias botellas, el viejo Peter necesitó vaciar su vejiga. El inconveniente era que los baños más cercanos se encontraban aproximadamente a unos 75 metros del salón en el cual nos encontrábamos, y la vieja próstata de Peter no hacía concesiones. Quise ayudarlo, después de todo -y dejando de lado el vulgar origen del anciano- el alcohol nos había hermanado. -Peter, hermano, espera!, dije apenado por el estado lamentable en que se encontraba mi compañero.

Se me había ocurrido una idea que, sin proponérmelo, traería impensadas consecuencias.

Me dirigí hacia una de las vitrinas donde se exponían todo tipo de artefactos y piedras traídas del antiguo Egipto. Una vieja urna funeraria, o un ánfora, o vaya a saber qué cosa era, serviría de improvisado papagayo. Después de todo, un poco de orín no afectaría mucho más al preciado objeto, de lo que lo habían hecho siglos de arena y viento.

Inclinando mi cuerpo hacia delante, me dispuse a sacar el arqueológico papagayo de la vitrina. Sentí de pronto un pestilente aroma que prontamente inundó todo el salón.

Asombrado comprobé que ese aroma no provenía del viejo artefacto sino del viejo Peter, que aprovechándose de mi actitud y encontrándome indefenso a retaguardia, ensayaba un fingido desvanecimiento que solo ocultaba sus espantosas intenciones de tomar por asalto mis caderas. Aterrado, no por la posibilidad de que Peter consumara su acto, sino por la imagen fugaz que pasó por mi mente, en la que me vi abrazado al anciano pestilente, fumando un cigarrillo con la mirada perdida en el inmenso y decorado cielorraso del Salón egipcio; tomé con fuerza la vieja urna funeraria o lo que fuera, y girando rápidamente sobre mis talones aplasté de un solo golpe la cabeza del anciano.

Fue así que, mientras las viejas cenizas se mezclaban con torrentes de sangre púrpura que manaban de la cabeza del vigilante nocturno, llamaron mi atención unos rollos de papiro que rápidamente rodaron por el piso.

Corrí rápidamente a buscarlos y no fue hasta consumir el tercer rollo como improvisada gasa, tratando de impedir que mi viejo amigo se desangrara, que tomé nota de que aquellos viejos rollos no eran vendas de momia sino que eran una especie de libro de la antigüedad".

De esta forma relataba Casey el momento maravilloso en que se produjo su descubrimiento. Los momentos suelen ser algo complejo y de lo trágico pueden surgir, como designio divino, impensadas y maravillosas consecuencias.

Comenta Casey más adelante:

"…rápidamente tomé los rollos y me dirigí a lo de un viejo amigo universitario. Quería saber qué decían, así que tome unas tijeras y corté un trozo del viejo papiro dispuesto a entregárselo a mi amigo Raoul.

- Está en coto, me dijo.

Sin esperar ni un momento más partí hacia mi casa, tomé mis cosas y rápidamente abordé un avión hacia Buenos Aires. Recorrí todos los Cottos, como había recomendado mi amigo, pero mi búsqueda resultaba inútil. Un cajero creyó que eran tickets canasta y otro llamó a seguridad pensando que trataba de robarme algo de aquellos grandes almacenes.

Fue caminando por calle Corrientes, donde de pronto realizaría otro gran descubrimiento. En una vieja librería encontré un antiguo libro que hablaba del prácticamente desaparecido dialecto de los coptos. Mi ansiedad me había jugado una mala pasada, Raoul me estaba hablando de un dialecto y no de una tienda de grandes almacenes argentinos".

Una vez de regreso a la vieja Inglaterra, el prestigioso I.L.Casey se encerró con su amigo universitario Raoul y juntos tradujeron aquellos viejos textos que hablaban, de primera mano, de los tiempos del mesías.

Los textos traducidos, con excepción de los tres rollos utilizados por Casey como vendas, planteaban una visión de la historia de la humanidad totalmente diferente a la que conocemos hoy día.

En el nombre de Dios

Un fragmento del primer rollo que Casey llamó "De la revelación" cuenta el momento en que el divino creador se presenta a los mortales.

"….y fue así que de pronto los cielos se abrieron y una voz como de trueno resonó en toda dirección.

- Oh! Divino creador, dador de justicia, cómo habremos de llamarte!

La voz resonó hacia los cuatro vientos: "Llamadme YHVH!".

Sobre esta anécdota se detiene la aguda pluma de Casey haciéndonos notar la confusión en que cae el personaje bíblico que pregunta a Dios cuál es su nombre.

"En la tradición semítica, dice Casey, Dios es llamado YHVH, o Yaveh, craso error compañeros! Pues si Dios creó todo lo que conocemos, si Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, entonces Dios no es él, sino ella, porque solo la mujer es capaz de dar vida, entonces su nombre no sería Yaveh o YHVH. Esas iniciales deben corresponder a su verdadero nombre: Ivonne Hermenegilda Viuda de Herrera."

Cabe destacar que esta interpretación hecha por Casey es la más cuestionada por el círculo intelectual inglés, al haberse comprobado posteriormente a la muerte de éste que el nombre Ivonne Herrera, correspondía al de una vieja amante que nuestro antropólogo frecuentaba en sus tiempos de estudiante universitario.

La llegada del Mesías

Pero dejando de lado esta anécdota irritante, debemos centrarnos en la historia de Jesús el mesías.

Del segundo rollo, Casey traduce lo siguiente:

"…era Jesús, el mayor de cuatro hermanos, el más dispuesto a colaborar en los quehaceres maternos y paternos. Carpintero junto a su padre, había ayudado a construir las cunas de madera que su padre vendía en el taller. Pero acuciados por los altos impuestos que debían tributar a Roma, el joven Jesús se vio en la necesidad de trabajar para poder ayudar a su familia. Ayudado por otros familiares, amigos y vecinos, Jesús consiguió pronto desempeñarse como [mesías] porque [mesía] la cuna de éste, [mesía] la cuna de aquel otro, por unas pocas monedas que iban a parar a las angustiadas arcas de la familia." (Nota: las palabras puestas entre corchetes fueron objetadas como poco fidedignas por la Real Academia londinense, que sin embargo no desautoriza en ningún momento a I.L.Casey).

Este es el punto más crítico y revelador de la investigación de I.L.Casey porque según este evangelio, conocido como "El Evangelio según Casey", Jesús no sería el mesías, el esperado por el pueblo de Israel, sino un abnegado mecedor de cunas.

El multiplicador de panes y de peces

Otros fragmentos analizados por Casey dan cuenta de una reveladora historia de Jesús, muy diferente a la que durante siglos ha sostenido la Iglesia de Roma.

De un tercer y cuarto rollo traducido y al que Casey dio en llamar como "De los milagros", nuestro antropólogo amigo comenta lo siguiente:

"…fue en días de pubertad, que Jesús y su amigo Lázaro caminaban día y noche procurando alguna forma de soliviantar su subsistencia. Pertenecían ambos a cuidadosas familias hebreas que habían puesto ahínco en la educación de los jóvenes. A la edad de 12 años Jesús había leído la torá en el templo y sabía realizar las cuatro operaciones fundamentales de las matemáticas heredadas de los griegos".

Este comentario de Casey es introductorio a la traducción publicada del rollo mencionado. En él se puede leer lo siguiente:

"….y estando los pescadores desconcertados por la cantidad de peces atrapados en las redes, fue que discutieron y riñeron llegando a ofender al altísimo por la mezquindad de sus razones. Cansados los pescadores de tanta riña, decidieron recurrir a Jesús para resolver el pleito que les acaecía.

- Jesús, dijeron. Si por cada pieza de pescado recibimos dos panes. ¿Cuántas piezas corresponderán a Pedro y cuantas a Marcos?

Jesús meditó un instante y dijo sabiamente. Tú, Marcos, has atrapado seis peces y recibirás doce panes. Tú, mi querido Pedro, al haber obtenido sólo cinco peces recibirás sólo diez panes. Al haber resuelto un conflicto que amenazaba con derramar sangre de pescadores poco instruidos, Jesús fue llamado el multiplicador de panes y de peces".

Otros mitos

Otros de los mitos rebatidos por el descubrimiento de Casey es el que refiere a la resurrección de Lázaro. Dice el cuarto rollo:

"…extenuados por la caminata y por el licor de arándano que bebían mientras conversaban, Lázaro y Jesús decidieron hacer un alto en el camino.

A la sombra de un viejo olivo vieron de pronto, enturbiada la vista por la pócima de arándano, que a lo lejos una anciana había tropezado cayendo de bruces contra el suelo.

- Ve tú, dijo Lázaro.

- No, ve tú, dijo Jesús.

- Estoy cansado, dijo Lázaro.

- Yo también, dijo Jesús, alzando la voz.

- Ve tú, dijo Lázaro, que era hombre de pocas palabras.

Se hizo un silencio que pareció durar una eternidad.

De pronto Jesús, alzando fuertemente la voz dijo: Lázaro, levántate y anda!

Al ver el rostro desencajado de Jesús, y notar que éste tomaba una piedra de buen tamaño, Lázaro corrió presuroso a ayudar a la pobre vieja".

Epílogo

"Las pruebas son irrefutables". Tales fueron las últimas palabras del antropólogo I.L.Casey antes de embarcarse hacia Roma, citado por un tal Mazinger, de la Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium, protector de la fe en el Vaticano, a los fines de interiorizarse de su valioso descubrimiento.

De su estadía romana poco se conoce, pues Casey enfermó rápidamente y amablemente fue internado en un hospicio vaticano al cuidado de un tal Monseñor Torterolo. La Santa Iglesia costeó todos los gastos de su entierro.

Mucho nos ha dejado la abnegada vida de I.L.Casey, pero mucho más al anciano Peter, quien después de curarse la fractura de cráneo, se transformó en albacea de los bienes del afamado antropólogo.

Hoy, a los 104 años, Peter planea un viaje de placer junto a su séptima esposa.


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