Los consejos de Seguro presentados por Adrián Alvarado. El hombre como concepto de supervivencia capítulo 8 Cuando preguntó la hora ya era tarde, tomó el resto del café que se había enfriado en la taza, dobló el diario y salió. En la parada del bondi se encontró con alguien que decía conocerlo. El tipo era muy amable y a Víctor le dio pena contradecirlo, subieron juntos y compartieron el asiento, conversaron animadamente y se despidieron con la promesa de volver a verse asado de por medio. A raíz de esto Víctor pensó que si se hubiera dedicado a cultivar amistades como esa hoy estaría cosechando dulces frutos, se imaginó con una canasta y un sombrero de paja recogiendo feliz maravillosos momentos y le dio risa. Un agente federal lo estaba siguiendo con la vista, en el momento en que Víctor largó la carcajada lo corrió tocando pito y le pidió documentos, Víctor no los traía, el agente le dijo, Lo siento mucho, va a tener que acompañarme. Ni en pedo, dijo Víctor, Tengo una entrevista de trabajo, Lo siento mucho caballero usted tiene el mismo aspecto de un asesino que andamos buscando, vamos a la comisaría, averiguamos sus antecedentes y si está limpio se va lo más tranquilo, No puedo oficial, si pierdo este laburo estoy frito, Si lo dejo ir voy preso así que no me haga las cosas más difíciles, después de decir esto el policía lo tomó de un brazo, entonces Víctor le dio un empujón y salió corriendo, se subió a otro bondi y desde la ventanilla comprobó que no lo seguían, se bajó cerca del puerto y preguntó la hora, nueve y veinte. La entrevista era a las nueve, Si llego antes de las nueve y media todavía estoy a tiempo, se dijo para tranquilizarse, verificó la plata que le quedaba y paró un taxi, cuando le dijo al chofer la dirección el tipo se dio vuelta y lo miró, Esa dirección no existe, Como que no existe, dijo Víctor, Azcuénaga es la continuación de Juan B. Justo y yo voy a Azcuénaga al 4000, Azcuénaga al 4000 no existe, dijo el taxista, Mire, hagamos una cosa, usted agarra Juan B. Justo y si después no aparece Azcuénaga le doy la razón, Como usted diga, dijo el taxista y arrancó. La calle Juan B Justo terminaba en un descampado que Víctor nunca había visto, Acá estamos al 3200 y más allá no hay nada, le señaló el conductor, Se baja acá o volvemos, Me bajo acá, dijo Víctor decidido, Cuanto es, Cinco, Acá tiene, buenos días. Se bajó mirando el reloj del auto, que parecía haberse clavado en las nueve y media, miró el horizonte y no lo podía creer, más halla no había nada. Víctor se acomodó el diario bajo el brazo y encaró derecho, con la seguridad de quien no conoce la duda. El hombre como concepto de supervivencia capítulo 9 Alberto Medina decidió hacerse matar. Una serie de fracasos sucesivos precipitaron una determinación que ya había tomado tiempo atrás. El suicida recurrente suele pensar a diario una forma rápida, limpia, digna y no dolorosa de morir, de dar por terminado ese juego perverso en que suele transformarse la vida. Alberto medina era un cobarde y acostumbraba a mencionarlo cada vez que se ponía triste con el alcohol. El salame se ponía en pedo y daba lástima porque alguien le dijo que las mujeres buscaban hombres tristes para protegerlos. Alberto Medina espantaba a las mujeres y a los hombres por igual. Alberto medina era solo y solo tomó la decisión de hacerse matar. Una noche se clavó medio litro de ginebra en diez minutos y salió en bicicleta a perder y perdió rápido, un indigente, padre de dos pibes presa de la desesperación lo encaró sin arma, lo tiró de la bici, la agarró, e intentó salir a los pedos. Alberto salió para hacerse matar, no para que un don nadie desarmado lo voltee de la bici para llevársela. Lo corrió, lo alcanzó y lo tumbó, forcejearon y no ganó ninguno de los dos, perdieron ambos, porque se miraron a la cara. Los dos vieron la desesperación del otro y por un segundo eterno fueron pares y ese segundo fue suficiente. Ambos entendieron. De la lucha por la supervivencia pasaron al abrazo y fueron de la misma especie y la misma condena. Lloraron, abrazados, y mientras lloraban un tercero se llevó la bicicleta pero volvió arrepentido. Alberto y el otro desesperado seguían en la misma posición, el tercero se acercó al conmovedor dúo y empezó a llorar, se acordó de su mamá, de la polenta que odiaba y después extrañó lleno de nostalgia. Lloró como nunca. Cuando pasó el furgón de la policía eran 17 almas llorando por todos nosotros, los milicos pararon intrigados, seis de los ocho uniformados fueron presa de una profunda tristeza, los dos policías restantes se encargaron de llevarse a aquella multitud a la comisaría. El comisario de apellido Guevara, que alguna vez había leído a González Tuñón, entendió todo de inmediato, llamó por teléfono a un fiscal amigo que se apersonó de toque. El fiscal llamó a un juez con el que se juntaban a tomar ácido y jugar al ajedrez. El juez acudió raudo a la comisaría de Guevara. Hasta acá el detalle, después, mucho después, todos murieron en una guerra feroz, que fue la última. Libertad a Seguro Opiná sobre este tema |
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