Santa Fe y el agua

por Miguel Espinaco

Y se vino el agua y Santa Fe se asusta; y no es para menos, claro. El 2003 no es un cuento viejo que relatan los abuelos a la hora de la cena sino una historia viva vivida recién, hace tan poco.

El río crece ahora por el este y el nuevo puente colgante ya no tiene visibles sus soportes de cemento, ya no pueden descubrirse debajo del agua de la laguna que se amontona para entrar al riacho Santa Fe, que se ve exagerada desde la avenida Costanera.

El gobierno pide tranquilidad y dice que el pico de crecida se estacionará por estos días, que ésta es toda el agua que vendrá, que apenas algunos centímetros más, casi nada, en el peor de los casos.

Nadie está muy seguro: la calle dice otra cosa, sospecha engaños y mediciones falsas y la sospecha es un dedo acusador sobre los funcionarios que no advirtieron, que engañaron, que no avisaron que había que evacuar hoy no hace todavía cuatro años.

El gobierno ensaya opositores para quebrar la sospecha y entonces el Ministro de Asuntos Hídricos habla de punteros políticos disfrazados de militantes sociales que difunden información falsa, que causan pánico, pero qué va a alcanzar: la duda no ha nacido de un repollo, es hija reconocida de la mentira y de la experiencia y ya se sabe que el que se quema con leche.

Después está eso de los punteros políticos, palabras con mala prensa para dibujar un rival al que no pueda tomarse en serio, un contrincante devaluado. Todo bien hasta que el buen pensante piensa que el gobierno es también una congregación de punteros políticos, apenas eso.

Y entonces, al final, lo que sobrevive es la duda.


Todos preguntan y todos hablan y todos opinan y todos especulan: con el taxista, con el compañero de trabajo, con el vecino, con quien se pueda hablar como se habla del clima en un encuentro casual en el colectivo: pero ni el calor ni las tormentas asustan tanto.

El agua es otra cosa porque el 2003, porque miles de vidas pueden cambiar de la noche a la mañana y el mundo conocido desdibujarse otra vez bajo un paisaje de agua y podredumbre.

Pero peor aún. El agua es otra cosa porque las conclusiones, los balances de la inundación que ocupó un tercio de Santa Fe nunca se sacaron, la "normalidad" inundó a su manera las enseñanzas que tendrían que haberse obtenido de la tragedia: rápido los chicos a la escuela y los evacuados a desinfectar sus casas con mucha lavandina, a retomar la vida como si nada hubiera pasado. Y así, la idea de la refundación de esta Santa Fe amenazada por los ríos se borró del debate al ritmo de las bombas que expulsaban el agua.

Por aquellos días era el plan de contingencia que no estaba y que debía estar, la criticada urbanización a granel de las zonas inundables, las murallas que de defensas devenían trampas, las obras que taponaban el espacio del río, la ciudad que debía considerarse en riesgo permanente para actuar en consecuencia, para defenderse a tiempo.

Después, la versión oficial desparramándose y dejando su marca, haciendo olvidar para borrar responsabilidades, claro, pero dejando como daño colateral, borradas también las enseñanzas.

Entonces aquel gobernador al que nadie le avisó diciendo que el río había crecido como un río de montaña, que la catástrofe natural y todo eso, cinismo más cinismo para ocultar que no les había importado en lo más mínimo porque primero están los negocios, ya se sabe, y primero está esa imagen que tan bien queda de cortar cintitas e inaugurar obras para que los votantes tomen nota y vuelvan a votar algún otro domingo, como ese que había sido dos días antes del agua.


Causas y casualidades convivieron para que el 2003 fuera: lluvias en la cuenca del Salado que es un río que, a no engañarse, cuando crece rápido crece lo mismo despacito y que nunca subió a más de dos centímetros por hora, una obra inconclusa por la que se coló rápido el agua en la ciudad con la rapidez con que entra en una palangana que se sumerge en una pileta, desniveles artificiales provocados por tapones como el puente de la autopista que fabricaron un río sin salida al interior de las murallas más crecido que el río de afuera, la urbanización sin medida en la propia cuenca del río, la falta de planes apropiados para responder a la contingencia, la negligencia criminal de los que saben bien mover multitudes a la hora de las elecciones pero que no hicieron nada a la hora del riesgo de muerte para evacuar a esa gente a la que sí, por cierto, nadie le avisó.

Después de la catástrofe vinieron las promesas. Más allá de las culpas y de las responsabilidades lo que pasó había pasado y eso sólo era una prueba de que podía volver a suceder: entonces se habló mucho de refundación, de evaluar qué zonas eran viables para que viviera gente, de inaugurar nuevos barrios, de repensar Santa Fe. Pero duró poco, duró apenas lo que tarda un gallo en cantar.

Enseguida a barrer la mugre debajo de la alfombra, a normalizar, a mandar a la gente a sus mismas zonas inundables y los chicos a la escuela, a hacer un par de barrios con casas precarias y sin servicios para que parezca que algo se hizo, mientras la edificación en las zonas en riesgo ha seguido creciendo sin que nadie se sorprenda o haga un plan alternativo.

Eso sí, más obras gigantescas para que no se pierda la costumbre y la emoción de los negocios importantes y las cintas cortadas para la televisión: una avenida Alem renovada y ensanchada para que pase el Mercosur, aunque no esté claro qué tiene que ver eso con el agua. Y también, cierto, extender la muralla más al norte, extenderla antes de poner sobre la mesa siquiera a modo de debate si es una solución amurallar, hacer defensas aquí y allá cada vez más altas, si no es más conveniente negociar con el río los espacios en vez de arriesgarse a que el Caballo de Troya aparezca una vez más, disfrazado de agua sucia.


La historia no acostumbra a repetirse igual, pero el miedo no se detiene en estadísticas: el agua viene y Santa Fe se asusta.

Las proyecciones dicen que el río se estacionaría en estos días, pero eso no quiere decir nada, es apenas un dato para hoy. Fue el propio gobierno el que sostuvo no hace más de un mes que el pico sería de cinco veinte y ahora ya se habla de cinco ochenta y es el propio gobierno el que tiene que admitir que estas proyecciones de ahora valen siempre y cuando las precipitaciones se mantengan en niveles normales. o sea que otra onda de crecida por nuevas lluvias en las cuencas del Paraná o del Salado se treparía a la actual complicando las cosas. Parece por ahora que eso no sucede y ojalá, y si es así no habrá que sumar más gente al centenar de evacuados arrastrados a refugios hechos de apuro ni más vacas a las que mueren de hambre en las islas anegadas.

Pero eso no cambia para nada el fondo del asunto, porque el fondo del asunto es que esta sociedad hecha de ciudadanos comunes por un lado y de administradores de las instituciones por el otro, ni siquiera puede aprender, debatir, sacar conclusiones y corregir: las catástrofes pasan y seguimos como cuando vinimos de españa.

Si en un edificio el ascensor se cae, el consorcio se reúne y hace procesos judiciales si alguien tuvo culpa o tuvo dolo y evalúa qué falló y decide qué modificar para que no vuelva a suceder. En la sociedad de los punteros, el consorcio no delibera ni gobierna si no es a través de sus representantes y sus representantes anduvieron siempre muy ocupados en volver a la normalidad como si nada hubiera pasado, en esconder y en disimular responsabilidades, en aprovechar la bolada para hacer nuevas obras importantes que les servirán para seguir siendo representantes y para ocupar el presupuesto público en satisfacer las ganancias de los empresarios que los llevaron a tan alta dignidad.

Es lógico que el ascensor siga asustando si todo sigue igual que antes, es inevitable que nadie crea ahora lo que antes fue mentira, es obvio que el agua - sus medidas, sus pronósticos - seguirá siendo materia de sospechas mientras Santa Fe siga siendo vulnerable y mientras los debates sigan siendo apenas versiones y frases en los diarios, juegos de política que se burlan del derecho al miedo.


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